domingo, 30 de marzo de 2014

Buscando a la Chingada en El laberinto de la soledad

En el marco del centenario del natalicio de Octavio Paz (1914-1998) y dada la predilección que tengo por El laberinto de la soledad, magistral ensayo de nuestro Premio Nobel de Literatura, quise revisitar esta obra sobre la cual ya han opinado brillantes plumas, pero que no han analizado, al menos con el rigor debido, la idiosincrasia del mexicano expresada en el lenguaje mismo.
     En el Capítulo IV de la mencionada obra, Paz señala que en nuestro lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas que sólo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos. Una de ellas es el vocablo chingar.
     El Diccionario de la lengua española de la Real Academia, al momento de escribir estas líneas, define este verbo regular como importunar, molestar. En tanto, únicamente ha aceptado los siguientes significados, todos malsonantes, de la expresión Chingada: adjetivo referente a alguien que ha sufrido daño; sustantivo femenino para aludir a una prostituta; ah chingado es una locución interjectiva para expresar sorpresa o protesta; me mandó a la chingada se interpreta como una locución adverbial para expresar un paseo; esta canción está de la chingada es una locución adjetiva que significa pésima, e hijo de la chingada es un eufemismo que se interpreta como hijo de puta.
     Por su parte, el Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua (2011), es más generoso en la admisión de términos derivados del verbo chingar, aunque casi todos clasificados como populares/coloquiales/vulgares, por lo que encontramos locuciones como chinga, chingá, chingado(a), chingadazo, chingadera, chingaderita, chingamadral, chingaos, chingaquedito, chingativo, chingón, chingonería, chínguere, chinguetas, entre otras.
     Desde una perspectiva menos académica, pero no por ello carente de creatividad, en El Chingonario (2010) de la editorial Algarabía podemos encontrar más acepciones de esta versátil y polisémica palabra.
     Recordemos que Octavio Paz se enfrenta al agobio de nuestra historia, y al de la dificultad de insertarnos en la historia grande del mundo, tema característico de la reflexión hispanoamericana del siglo XX y que continúa en estos tiempos de globalización y desigualdad socioeconómica. El laberinto de la soledad, como una lectura ontológica, demuestra que los eventos históricos tienen una influencia significativa en los sentimientos de pesimismo e impotencia que predominan en la mentalidad mexicana. Somos hijos de la Chingada, de la Madre violada, burlada por los españoles, durante la Conquista. Por antonomasia, el “Macho” es el Gran Chingón, el poder viril que subyace en el inconsciente de los mexicanos y justifica el machismo. “Chingar y que no nos chinguen” o “Hay que chingar porque atrás vienen chingando”.
     Por contraposición a la Virgen de Guadalupe, que es la Madre Virgen, y cuyos antecedentes están en la Nonantzin del México prehispánico, la Chingada es nuestra mítica Madre ultrajada. Eso explica que, ante la morenita del Tepeyac, el mexicano busque consuelo a su dolor y repudie a la Malinche, nuestra Eva nacional, según la representación de José Clemente Orozco, condenando toda su traición, lo cual implica un conjunto de gestos, actitudes y tendencias en el que ya resulta difícil distinguir lo español de lo indígena, y que se refleja en el malinchismo, primordialmente, deportivo.
     Dicha complejidad fenomenológica de la mexicanidad es analizada también desde el ámbito laboral por Rogelio Díaz Guerrero en Psicología del mexicano, libro en el que demuestra lo arraigados que estamos a las premisas socioculturales que la misma sociedad nos ha impuesto y de la abnegación que es el resultado obtenido, ya que anteponemos la afectividad a la búsqueda de una mejor calidad de vida.
     Coincido con Enrique Serna (2010) en que las dos actitudes que Octavio Paz sometió a la crítica, la del chingón y la del agachado, mantienen una desoladora vigencia. El imperio de los chingones terminará cuando los agachados dejen de admirarlos, pero mientras tanto, ambos bandos colaboran en la destrucción del país. Ya lo sentencia el conocido refrán: “No hay cabrón sin su pendejo”, lo cual retrata sin cortapisas la novela Un mexicano más de Juan Sánchez Andraka.
     Sin embargo, Paz también hace un llamado a la acción, en especial, desde Postdata (1969), continuación de El laberinto de la soledad, que escribió a raíz de la matanza de Tlatelolco, y en cuyas páginas afirmó su creencia en una profunda reforma democrática.
    Así que ya no se preocupe por lo malsonante y agresivo que pueda parecerle este vocablo cuyos significados, en México, son innumerables como sus derivaciones morfosintácticas. Y cuando lo manden a la Chingada, puede usted visitar las localidades con nombres homólogos ubicadas en el municipio de Perote, Veracruz, o en el municipio de San Gabriel, Jalisco, donde hay un agradable rancho para dar un paseo, como lo define la Real Academia Española.

lunes, 3 de febrero de 2014

José Emilio Pacheco: el escritor del tiempo y la distancia


Como hablar de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014) desde la crítica literaria es tan vasto y muchas brillantes plumas lo han hecho ya, prefiero evocar su presencia en mi modesta vida como escritor.
Mi primer encuentro con él fue en la universidad, cuando estudiaba Letras Españolas, particularmente, con El principio del placer, El viento distante y Morirás lejos, libros que me cautivaron por su excelente factura narrativa y dominio del lenguaje. Desde ese momento, comencé a leer su obra con el asombro de todo aprendiz de brujo ante su maestro.
Años después, ya ejerciendo la docencia, descubrí las inmensas posibilidades de generar la creatividad literaria en mis alumnos con Las batallas en el desierto, novela que el grupo de rock “Café Tacuba” convirtió en canción como parte del disco con título homónimo y con el cual se dio a conocer en 1992. Está por demás recordar que, además de la música, José Emilio Pacheco fue también inspiración en el cine y el teatro.
Coincido con los estudiosos de su obra en que el estilo de sus textos es conversacional, claro y antirretórico–aunque también era un apasionado de la metáfora-, lo cual los hace engañosamente sencillos; en su narrativa, se aprecia el deleite por los relatos inesperados, la magistral descripción de los ritos de iniciación, los ambientes fantasmáticos y la experimentación con renovadas estructuras y técnicas en el arte de contar historias.
 En poesía, señaló Carlos Monsiváis que Pacheco ajusta sus dones melancólicos, su pesimismo como resistencia al autoengaño, su fijación del sitio de la crueldad en el mundo y su poderío aforístico. Y ni qué decir del tiempo, el leit motiv de su lúcida obra, pues él mismo consideró que el poeta es el crítico de su tiempo y un metafísico preocupado por el sentido de la historia.
Por lo anteriormente expuesto, me atrevo a afirmar que José Emilio Pacheco es nuestro Borges mexicano. Acepto reclamaciones. 
Pero el momento más emotivo, al menos para mí, fue el 4 de septiembre de 2009, cuando tuve el gusto de conocerlo y hasta de intercambiar una breve charla sobre el oficio del escritor. Ese día, la Universidad Veracruzana lo invitó a la Feria Internacional del Libro Universitario, en Xalapa, para celebrar sus setenta años de vida. Horas antes, presenté uno de mis libros y decidí quedarme para verlo. Caminando por el paseo de Los Lagos, lo abordé y hasta nos tomamos la foto del recuerdo. Poseedor de una enorme sencillez, José Emilio Pacheco declaró, meses después, que dedicaba el Premio Cervantes de Literatura a los escritores latinoamericanos desconocidos (entre los que me siento incluido) y se quejó de lo poco apreciada que es la literatura en México, un arte en el que se invierte –dijo- el 0.1% de lo que se dedica al futbol.
 Finalmente, me sorprendió la noticia de que su viuda, Cristina Pacheco, cumplirá el deseo del autor de Los trabajos del mar: esparcir sus restos en el puerto jarocho. “Mientras viva, no me iré de aquí, Veracruz vive en mis páginas; y ya que no pude nacer aquí, pido a su mar que se apiade de mis cenizas” expresó alguna vez José Emilio Pacheco. Y es que, curiosamente, el primer municipio de América Latina marcó la vida de amigos y compañeros de su generación como Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, Sergio Galindo y German Dehesa (1944-2010), quien pidió lo mismo, pero en el río Papaloapan.
Sin más palabrerías para un maestro de la palabra.