miércoles, 18 de abril de 2012

Algunos de mis cuentos recientes


Tatuajes en el alma

Y aquí estoy, sentada atrás de la barra de este centro nocturno, fumando un cigarrillo. Me llamo Yamilet, soy mujer, soy mexicana y también soy teibolera. Es una noche cualquiera de septiembre. Me llama la atención ver los adornos de fiestas patrias que pusieron detrás de la pista, sobre las paredes y cristales; en especial, nuestro escudo nacional. ¿Qué diablos hace, en una reproducción de plástico, nuestra representativa águila devorando una serpiente en un putero como este? ¿Acaso es una metáfora de una nación que se prostituye para sobrevivir? Se ve que el güey que lo puso aquí no fue a la escuela o que pasó de noche la clase de Civismo.
Bueno, y yo qué digo, si tampoco fui una excelente alumna. Recuerdo que pasé la infancia en el rancho de mis abuelos; mi madre me dejó ahí mientras rehacía su vida en la ciudad (o sea, fui una hija no deseada). Me acuerdo que iba a la escuela nada más a jugar; el estudio me aburría. Incluso, pagaba para que me hicieran las tareas escolares. Con frecuencia, la maestra me regañaba inútilmente.
A duras penas, terminé tercero de primaria. Después, preferí dedicarme al campo y ayudar en las labores domésticas.
En la adolescencia, tuve un novio al que quise mucho. Pensábamos casarnos y construir nuestra casita en la hacienda.
Una tarde en que se enfermó la abuela, todos se fueron y me dejaron sola en la casa. De pronto, tocaron la puerta. Era el tío Cipriano. Abrí, le ofrecí un café y conversamos un rato en la cocina. Nunca me imaginé que en ese ocaso abusara sexualmente de mí.
Con una enorme vergüenza, al poco tiempo me fui de la estancia. La ilusión de casarme con el que fue mi único amor se desmoronó, por lo que ese amargo trago se convirtió en el tatuaje más profundo de mi puñetera vida.
Soy prostituta por decisión propia y acepto esta vida porque es la más cómoda que he conocido. La buena vida cuesta; hay una más barata, pero ésa no es vida. La noche es mi aliada mientras la abuela Luna me protege en medio de la oscuridad. En este ambiente que, para el dueño, sólo es un negocio que le favorece porque gestiona, incluso, otras transacciones con los clientes al calor de las copas (terrenos, automóviles, hipotecas), para las nocturnas aves de rapiña (barman, meseros, padrotes, taxistas), un excelente festín y, para nosotras, las putas de siempre, una moneda al aire: ganancia o pérdida, según hayamos recolectado fichas de chelas, privados, alguna canita al aire o la cartera de algún pendejo. Así es este oficio de la diversión. Lleno de contrastes, pero receptáculo, al fin y al cabo, del dinero que están dispuestos a regalar quienes entran a este paraíso de alcohol, drogas y sexo. Y para entender esto, no se necesitan muchos estudios ¿o sí?
Luego, llegué a esta ciudad y entré al ambiente teibolero. Recuerdo que era una perfecta mojigata cuando comencé. Me daba pena desvestirme y hacía movimientos torpes al ritmo de la música. Mis amigas me fueron enseñando poco a poco el arte de deslizarse a través de un tubo de acero. Con el tiempo, me volví diestra no sólo en bailar, sino también en conseguir que me contrataran para los privados o lograr que algún cliente se emborrachara hasta terminar platicando con los monstruos ante el dios de porcelana (jeje).
Vivir en este medio así es. Un trueque de placer y desmadre a cambio de dinero; vamos, esto no es una casa de caridad. Y algo que aprendes muy bien en estos lugares es que hay hombres que, después de vivir muchos años en la pobreza, cuando llegan a tener dinero, no saben qué hacer con él, en qué gastarlo. Por eso, nosotras tenemos que despertarles sus instintos, hacerles creer una fantasía entre luces de neón, ya que, en sus casas, sólo ven aburrimiento en sus alcobas.
Ésta es mi vida. Vivo en ella frenéticamente, sin pensar, porque, si pienso, los recuerdos podrían lacerar mis tatuajes, llevándome al borde del precipicio.