Como
hablar de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014) desde la crítica
literaria es tan vasto y muchas brillantes plumas lo han hecho ya, prefiero
evocar su presencia en mi modesta vida como escritor.
Mi
primer encuentro con él fue en la universidad, cuando estudiaba Letras
Españolas, particularmente, con El
principio del placer, El viento
distante y Morirás lejos, libros
que me cautivaron por su excelente factura narrativa y dominio del lenguaje.
Desde ese momento, comencé a leer su obra con el asombro de todo aprendiz de
brujo ante su maestro.
Años
después, ya ejerciendo la docencia, descubrí las inmensas posibilidades de
generar la creatividad literaria en mis alumnos con Las batallas en el desierto, novela que el grupo de rock “Café
Tacuba” convirtió en canción como parte del disco con título homónimo y con el
cual se dio a conocer en 1992. Está por demás recordar que, además de la
música, José Emilio Pacheco fue también inspiración en el cine y el teatro.
Coincido
con los estudiosos de su obra en que el estilo de sus textos es conversacional,
claro y antirretórico–aunque también era un apasionado de la metáfora-, lo cual
los hace engañosamente sencillos; en su narrativa, se aprecia el deleite por
los relatos inesperados, la magistral descripción de los ritos de iniciación,
los ambientes fantasmáticos y la experimentación con renovadas estructuras y
técnicas en el arte de contar historias.
En poesía, señaló Carlos Monsiváis que Pacheco
ajusta sus dones melancólicos, su pesimismo como resistencia al autoengaño, su
fijación del sitio de la crueldad en el mundo y su poderío aforístico. Y ni qué
decir del tiempo, el leit motiv de su
lúcida obra, pues él mismo consideró que el poeta es el crítico de su tiempo y
un metafísico preocupado por el sentido de la historia.
Por
lo anteriormente expuesto, me atrevo a afirmar que José Emilio Pacheco es
nuestro Borges mexicano. Acepto reclamaciones.
Pero
el momento más emotivo, al menos para mí, fue el 4 de septiembre de 2009,
cuando tuve el gusto de conocerlo y hasta de intercambiar una breve charla sobre
el oficio del escritor. Ese día, la Universidad Veracruzana lo invitó a la
Feria Internacional del Libro Universitario, en Xalapa, para celebrar sus
setenta años de vida. Horas antes, presenté uno de mis libros y decidí quedarme
para verlo. Caminando por el paseo de Los Lagos, lo abordé y hasta nos tomamos
la foto del recuerdo. Poseedor de una enorme sencillez, José Emilio Pacheco
declaró, meses después, que dedicaba el Premio Cervantes de Literatura a los
escritores latinoamericanos desconocidos (entre los que me siento incluido) y
se quejó de lo poco apreciada que es la literatura en México, un arte en el que
se invierte –dijo- el 0.1% de lo que se dedica al futbol.
Finalmente, me sorprendió la noticia de que su
viuda, Cristina Pacheco, cumplirá el deseo del autor de Los trabajos del mar: esparcir sus restos en el puerto jarocho. “Mientras
viva, no me iré de aquí, Veracruz vive en mis páginas; y ya que no pude nacer
aquí, pido a su mar que se apiade de mis cenizas” expresó alguna vez José
Emilio Pacheco. Y es que, curiosamente, el primer municipio de América Latina
marcó la vida de amigos y compañeros de su generación como Sergio Pitol, Juan
Vicente Melo, Juan García Ponce, Sergio Galindo y German Dehesa (1944-2010),
quien pidió lo mismo, pero en el río Papaloapan.
Sin
más palabrerías para un maestro de la palabra.